¿Divulgación científica? Ahora más que nunca (II)
Casi puedo imaginarme, si en Indiana se hubiera
aprobado el proyecto de ley (ver parte I del post), la cara de perplejidad de los
trabajadores de la época al tratar de construir ruedas de carro, piedras de
molino o toneles. No hubiera habido manera de conseguir algo perfectamente
redondo con el nuevo valor de pi.
Este
ejemplo parece una caricatura de lo que sucede continuamente a nuestro
alrededor, y que solemos denominar pseudociencia. Englobadas en este
término se nos vienen a la mente multitud de creencias más o menos peculiares:
astrología, homeopatía, medicina bioenergética, reiki… pero hay una de la que
nunca sospecharíamos. Atrincherada tras un sofisticado aparato matemático, sus
encorbatados y leales servidores modelan a voluntad sus pautas para desgracia
del mundo entero: la economía moderna.
Sobre ella, el físico y filósofo Mario Bunge afirma:
El fundador de la macroeconomía moderna, John
Maynard Keynes, hizo una advertencia que se cita a menudo, pero a la que rara
vez se atiende: “las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto
cuando son acertadas como cuando son erróneas, son más poderosas de lo que se
cree habitualmente. En efecto, el mundo es gobernado por ellas y por casi nada
más. Los hombres prácticos – quienes se creen libres de toda influencia
intelectual – son, por lo general, esclavos de algún economista difunto”. La
grave crisis económica que comenzó en septiembre de 2008 y tomó por sorpresa a
todo el mundo – lo que incluye a cientos de miles de banqueros de inversiones,
asesores financieros, ministros de finanzas, y profesores de economía, finanzas
y administración del mundo – es un caso pertinente. Suscita la pregunta de si
las ideas que guiaron a esos supuestos expertos son realmente científicas o,
por el contrario, un revoltijo de semiciencia y pseudociencia.
Y la verdad es que la
actividad financiera contemporánea tiene mucho de pseudociencia, no tanto por
las actividades irresponsables y suicidas de los agentes financieros, sino por
las reglas que pretendieron saltarse o manipular a su antojo.
En la primera parte de este
post hablamos sobre la necesidad de que los políticos se dejaran asesorar más
por los científicos. Imaginemos un caso en el que los científicos adoptaran las
tácticas de economistas y brokers para “alterar las reglas” que estudian y
conocen a la perfección: las leyes
naturales.
La extraña quietud de Lipidia
Hace 52 años de la
publicación de Primavera silenciosa, la obra de Rachel Carson que removió conciencias sobre el impacto ecológico
del empleo de los plaguicidas, y que pronto se convirtió en uno de los libros
de divulgación científica más influyentes. El primer capítulo de Primavera silenciosa tiene por título Una
fábula para el día de mañana, un relato de una ciudad imaginaria
dominada por una extraña quietud y sin atisbos de criatura viviente.
Salvando las distancias, haré un modesto
intento a través de una fábula, como Rachel Carson, para ilustrar esta
desviación de la ciencia hacia “el lado oscuro”, con lo sucedido en una ciudad
donde también acabó reinando un sospechoso silencio.
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En la ciudad de Lipidia, la
prosperidad se mide en kilos. El peso de más que muestran orgullosos sus
orondos habitantes es su seña de identidad. Los lípidos se encuentran en
abundancia tanto en sus generosas carnes como en toda su gastronomía.
Los habitantes de Lipidia
nunca tuvieron demasiada confianza en la medicina, pues todos estaban más que
hartos de que los galenos les recomendaran insistentemente la necesidad de
adelgazar.
- Un lipidio escuálido no puede ser feliz. ¡Esos
matasanos no saben de lo que hablan! –comentaba en la calle un mofletudo caballero que
desplazaba por la acera sus 180 kilos.
A decir verdad, tampoco tenían
demasiada confianza en la química. En los mercados de la ciudad jamás entraban
alimentos foráneos con todos esos “venenos” en forma de aditivos, y mucho menos
los manipulados genéticamente.
- ¡Hasta ahí podríamos llegar! –decía una rolliza señora mientras
recolectaba lechugas en su huerto- Esto
sí que son productos naturales y sanos, sin porquerías químicas.
Para
ser sinceros, tampoco tenían mucha confianza en los físicos.
- Esos no son de fiar –dice el alcalde,
haciendo crujir el sillón del ayuntamiento bajo sus 150 kilos-. Nos insisten en que pongamos pararrayos en
los edificios altos, como si eso fuera a servirnos de algo ante la furia de los
cielos. ¡Que se dejen de pararrayos y nos quiten esas antenas que han puesto en
la colina, que nos tienen enfermos a todos!
Definitivamente,
los lipidios no confiaban en nada que tuviera que ver con la ciencia. Estaban
convencidos de que era algo que no les resolvía nada y les complicaba la vida.
“Los científicos, poquitos y lejos”, se les oía decir con frecuencia.
Hartos
de ser ninguneados por los habitantes de Lipidia, urdieron un plan que habría
de servirse del analfabetismo científico de éstos. Todo comenzaría con una
estrategia para potenciar el avance y la innovación en la ciudad, y los
lipidios tendrían que estar a la altura de la imagen que se debía ofrecer.
Los
científicos convocaron a los ciudadanos para comunicarles que ponían a su
disposición, por un módico precio, un método de adelgazamiento que no precisa
seguir ningún tipo de régimen. Solamente ingerir el contenido de una ampolla
una vez al día.
- Es una técnica revolucionaria –dijo uno
de los expertos-. Hemos descubierto que
la grasa, causante de la obesidad de todos nuestros convecinos, si se diluye un
número muy elevado de veces, hace el efecto contrario y ayuda a adelgazar.
Por
primera vez, y sin que sirviera de precedente, todo el mundo escuchaba a los
científicos sin pestañear, sin perderse un solo detalle de lo que decían. Los
expertos les aseguraron que el tratamiento sería asequible para todos los
bolsillos, y que comenzarían a notar sus efectos desde las primeras tomas.
Lo
que no dijeron fue la verdadera manera en que se produciría la disminución de
peso. Después de haber preparado aquellas ampollas de alcohol, diluyendo unos gramos
de tocino de cerdo hasta casi el infinito, se las vendieron a una población
impaciente por notar el efecto en sus básculas. A partir del día siguiente,
como habían acordado en la Academia de Ciencias, reducirían paulatinamente el
valor de la aceleración de la gravedad, hasta ese momento fijado en 9,8 m/s2.
En un mes, los científicos
habían descendido el valor hasta los 4,9. Los habitantes de Lipidia
contemplaban con alborozo que todos habían reducido su peso exactamente a la
mitad, sin que se les notara merma ni desmejoramiento en su aspecto físico.
Estaban encantados. Era mucho más agradable presumir de peso ideal que de
mostrar lorzas y michelines. Cajas y cajas de las ampollas milagrosas, con
alcohol como único ingrediente, salían a espuertas para proporcionar cuantiosos
beneficios a los científicos.
Pero esto era sólo el
principio. El siguiente paso del plan afectaba a un asunto tan estratégico como
la energía. De nuevo, en connivencia con la Academia de Ciencias, se organizó
una asamblea extraordinaria para aprobar la próxima acción: abolir la segunda
ley de la Termodinámica. De nuevo, se convocó a los exultantes lipidios para
explicarles, en Román paladino, las consecuencias que traería esta abolición.
- Esta medida que acabamos de tomar por unanimidad
significará el avance definitivo de nuestra ciudad hacia un futuro de progreso
desconocido hasta entonces. La supresión de la segunda ley de la Termodinámica
elimina la factura que nos imponía la naturaleza de manera inexorable, una tasa
energética tan desproporcionada que ningún gobierno se atrevería a implantar.
Desde mañana, todas nuestras máquinas funcionarán
sin requerir un aporte de energía continuo. Bastará un impulso inicial para que
cualquier ingenio mecánico continúe funcionando por sí solo. Nuestros
electrodomésticos podrán desconectarse de la red y seguirán funcionando;
nuestros barcos y nuestros vehículos no dependerán más del petróleo pues
obtendrán el calor necesario para sus motores del agua del mar o de la
atmósfera. La era del movimiento perpetuo comienza en nuestra ciudad.
Los lipidios no salían de su
asombro. Por fin los científicos servían para ofrecerles un futuro tan
prometedor como nadie hubiera sospechado. No más facturas de electricidad, no
más repostaje en la gasolinera… esto era el progreso en su grado máximo. Pero
no todos los habitantes estaban tan contentos. Ante el anuncio hecho por la
Academia de Ciencias, el pánico se desató entre los directivos de las compañías
eléctricas y de las petroleras.
Esa misma noche, las acciones
de las grandes empresas energéticas cayeron en picado. Las pérdidas eran
monumentales. El mercado se inundó de acciones a la venta que perdían valor a
cada hora, a cada minuto.
Al comenzar el nuevo día, el
optimismo con el que amanecieron los lipidios fue desapareciendo cuando
descubrieron que ningún artefacto mantenía su funcionamiento por sí solo, como
les habían dicho los científicos. El silencio aplastante de la ciudad, con
todas sus máquinas y vehículos detenidos, tenía como testigos a unos habitantes
mudos y desorientados. Nadie recordaba una quietud como aquella, mientras en su
mente bullían multitud de preguntas.
- ¿Habrán suprimido la abolición de la ley sin decirnos nada? ¿Será que
han retrasado su entrada en vigor y continuamos sufriendo esa condenada segunda
ley?
Confundidos, todos acudieron
apresuradamente a primera hora de la mañana al salón de plenos del
Ayuntamiento, donde les esperaban los nuevos y flamantes accionistas de las
empresas energéticas: los miembros de la Academia de Ciencias. La liquidez
obtenida por la venta de las ampollas homeopáticas se había convertido en una
magnífica inversión.
Les explicaron que, en
realidad, nadie había perdido un solo gramo de sus generosas figuras, y que
todo había sido fruto de la manipulación de la ley de la gravedad... o de la
manipulación que habían sufrido por su ignorancia científica.
A partir de aquel día, y con
la humildad de la lección aprendida, los lipidios se interesaron mucho más por
la ciencia y escuchaban con más atención a sus expertos. Al fin y al cabo, los
considerables fondos que otorgarían las acciones a la Academia se emplearían
para el avance y el beneficio de la ciudad, esta vez de verdad.
Eso sí, todos los habitantes
se comprometieron a disciplinarse para adelgazar y a ser responsables con el
consumo de energía porque en Lipidia, la ley de la gravedad y la segunda ley de
la Termodinámica, volvieron a cumplirse sin excepción.
(continúa en parte III)
(continúa en parte III)
Fuente:
Las pseudociencias ¡vaya timo!, Mario Bunge, Laetoli, 2010.
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