El afinador de arena

Siempre me he preguntado la razón por la que el taller de un artesano suele estar, normalmente, en algún lugar recóndito. Nada de amplios locales, a nivel de la calle y con abundante luz natural. Un sótano semiescondido con entrada dificultosa parece ser lo ideal. Seguramente, esta tendencia por los lugares ocultos sea compartida por el hermetismo de los antiguos alquimistas, celosos custodios de los secretos de la materia y de su transmutación. Alfredo, el luthier, cumplía a rajatabla esta condición. En su claustrofóbica factoría se ponían en práctica técnicas ancestrales para arrancar de la materia la más sutil de sus capacidades: la producción de sonido armónico.



No era necesario internarse demasiado desde el umbral de la entrada para abarcar, en su totalidad, la cacofonía visual de aquel taller: listones, plantillas, esqueletos de violines, arcos y cuerdas forraban completamente las paredes. Poseía un microclima que era todo un desafío para el olfato. La distancia de unos pocos pasos podía suponer la diferencia entre la áspera volatilidad de los barnices y las aromáticas virutas de la madera de arce.

En un privilegiado rincón de la mesa de trabajo, habitado por gubias, punzones y sargentos, estaba lo que Alfredo llamaba “el área de afinación”, una singular estructura que sujetaba en horizontal y con las cuerdas hacia abajo el instrumento que se deseaba afinar. Cuando alguno pasaba por esta fase, mi visita al taller era obligada. No quería perderme detalle de ese enigmático proceso que comenzaba cuando Alfredo vertía un puñado de fina arena de sílice sobre la tapa posterior del violín. A continuación, tomaba un arco con el que frotaba cada una de las cuerdas para producir, literalmente, la radiografía sonora del instrumento. La arena se reordenaba de manera única ante cada vibración de las notas.

Si sonaba un La, por ejemplo, los diminutos granos se distribuían formando dos diagonales temblorosas. En el caso de que la nota fuera Fa, aparecían cuatro nítidos círculos, separados entre sí por dos líneas perpendiculares. Pero mi preferida era la figura que provocaba en la arena el Si bemol: una estrella de ocho puntas encerrada en un cuadrado.


Figuras de Chladni. Seis patrones de ordenamiento de la arena 
sobre una placa metálica, bajo distintas frecuencias de vibración.



Los años pasaron y la lejanía impuesta por las circunstancias me impidió seguir frecuentando el taller, y disfrutar en más ocasiones de la mágica danza de la arena. Finalmente, pude encontrar la oportunidad de volver a visitar a Alfredo, desgraciadamente ya en su última morada. Era justo que ofreciera un último homenaje a aquel luthier de manos callosas y hábiles que llenó de fascinación parte de mi adolescencia. Tras encontrar la lápida que guardaba sus restos, extraje de mi bolsillo un pequeño saquito que desanudé para derramar su contenido: finos granos de arena de sílice bailotearon sobre la oscura superficie marmórea mientras rellenaban las letras grabadas en la piedra, buscando cobijo en el nombre del artesano.

Comentarios

  1. Este pequeño relato me encanta. Me he visto en el taller del arteano contemplando la radiografia sonora.Precioso..

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  2. Respuestas
    1. Muchas gracias por tu fidelidad. Encantado de tener lectores como tú.

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