Ceteris paribus, ficción y ciencia se dan la mano
A principios de 1887, Heinrich Hertz trata de comprobar los efectos de las ondas electromagnéticas en su propagación por el aire. Para ello necesita un dispositivo que genere una potente chispa y un receptor que acuse las ondas creadas en el proceso.
Hertz escoge un transformador eléctrico conocido como bobina de Rühmkorff, capaz de originar un arco voltaico mediante una tensión de varios miles de voltios. El receptor es mucho más sencillo y lo construye él mismo: un anillo de cobre de unos 7 cm de diámetro con sus extremos separados unos milímetros. Hertz conecta la bobina y el escandaloso chisporroteo ilumina el lado de la mesa en la que se encuentra, pero lo interesante comienza a suceder al otro lado. Allí, a metro y medio de la bobina y sin contacto alguno entre ambos, el rudimentario anillo está produciendo chispas por sí solo como si una tormenta de rayos hubiese quedado atrapada en aquel simple trozo de cobre.
A partir de aquí, el físico va modificando las variables del experimento para comprobar las cualidades de las ondas electromagnéticas y descubre, por ejemplo, que son capaces de reflejarse y refractarse como la luz y que se propagan a la misma velocidad que esta. Para observar la chispa del anillo con más nitidez decide ponerlo a la oscuridad dentro de una caja, y lo que sucede tras esta trivial decisión le deja desconcertado. Ahora los extremos del anillo deben acercarse para que la chispa sea capaz de saltar entre ellos. Por alguna razón, el arco voltaico se había debilitado.
¿Qué pasaría si la caja fuese de otro material? ¿Y si en lugar de una caja colocara una pantalla entre bobina y receptor? ¿Y si la pantalla se situara más cerca de uno o del otro? Un buen número de “y si… ¿qué pasaría?” que debía poner a prueba mediante el empleo de una condición llamada ceteris paribus, expresión latina cuyo significado (permaneciendo lo demás constante) orientará el proceder de Hertz: comprobará la influencia de cada posibilidad mientras se asegura de que el resto de parámetros del experimento permanecen inalterables, como el voltaje de la bobina, la separación de los extremos del anillo o la distancia entre bobina y receptor.
La misma condición ceteris paribus se pone en práctica para retratar un personaje real mediante la ficción, para convertir vivencias en historias. Las personas reales son esquivas y contradictorias, están llenas de facetas como la imagen de un caleidoscopio, en busca de un utópico equilibrio entre lo racional y lo emocional. Contar la historia de un personaje real exige el control de las variables que privilegie una faceta sobre las demás, aquella que guiará su historia. Al igual que un experimento, un suceso artificial donde no permitimos que las leyes naturales se expresen en toda su complejidad, la inevitable ficcionalización de un relato nos posibilita asimilar y comprender a costa de dejar cosas fuera del foco. Es la versión literaria del principio de incertidumbre: podrás tener una buena historia o un relato con todos los pormenores, pero no ambos a la vez.
Me siento fuertemente tentado a explorar, en la medida de lo posible, esta condición compartida entre la ficción y la ciencia. Y a decir verdad, ya existe un género que puede ser un buen punto de partida para relacionarlas, pero no me refiero a la ciencia ficción aunque sea la deducción más lógica. Estoy hablando de la divulgación científica.
En principio, divulgación científica y ficción parecen ligar menos que el agua y el aceite, cuando en realidad mantienen un idilio, oculto para la mayoría como cualquier idilio que se precie, que merece la pena consolidar. Aclaremos esto. La divulgación científica se plantea la nada desdeñable tarea de transformar la ciencia en una experiencia relatable y relevante para el público. La divulgación científica materializa esta transmutación mediante dos acciones que también comienzan por r: la reformulación —que adapta el lenguaje científico al común a través del uso de analogías y metáforas— y la recontextualización —que traslada la información científica a una situación familiar, reconocible (otra palabra con r) y que tenga trascendencia para el lector.
La combinación de estas dos acciones pone en marcha un escenario que involucra —o debe involucrar— al público con el pensamiento y el quehacer cotidiano de la ciencia. En definitiva, se construye una recreación de la ciencia, una acción emparentada con la ficción que, en acorde a las dos acepciones que aparecen en el Diccionario de la Lengua Española, crea de nuevo algo para instruir y deleitar. La recreación que constituye la divulgación científica no es muy diferente a la que consigue una técnica muy característica de la industria cinematográfica española: el doblaje. El actor o la actriz de doblaje debe ceñirse rigurosamente a las palabras que pronuncia el actor en la pantalla, pero sin olvidar que no debe reproducirlas sin más, sino interpretarlas. La interpretación, la aportación personal y artística del actor de doblaje, es la responsable de crear una ilusión verosímil en el espectador que aceptará la voz que oye como propia del actor en la imagen.
Reflexiones de Gandalf en la voz de Pepe Mediavilla
En resumen, como he hecho al principio del post, puedo crear una metáfora con el fenómeno de la inducción electromagnética que experimentó Hertz al asimilarlo con una tormenta eléctrica concentrada en el anillo de cobre. Pero también puedo emplear la ficción si imagino que Hertz consiguió el equipo para el experimento por un camino poco convencional, al llegarle noticias de que el barón von Schalk, un aristócrata excéntrico, se había cansado de la bobina de Rühmkorff con la que asombraba a sus invitados, a los que agasajaba con una velada de “rayos de salón”. Hertz logró vencer su acentuada timidez para tratar con el barón y no le fue difícil cerrar el trato, dadas las ganas que von Schalk tenía de quitarse de encima aquel artefacto.
La divulgación científica siempre tendrá una intención didáctica, pero no siempre ha de resultar tan evidente al público. Esto me recuerda que aún queda un enigma por desvelar. Hertz se percató de que la chispa del receptor se volvía más vigorosa si recibía la luz de la chispa de la bobina. En particular, la fracción de luz ultravioleta lograba arrancar electrones de los extremos del anillo, facilitando la conducción del arco voltaico en el aire. Una afortunada serendipia que permitió a Hertz descubrir el efecto fotoeléctrico.
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