Impresiones (II)
Emilio Segrè siempre vivía con gran emoción la llegada de una carta de Estados Unidos, y ni siquiera tenía que rebuscar entre la correspondencia del día para encontrarla. Le bastaba con encender el contador Geiger junto a la bandeja del correo para que el característico chisporroteo del aparato alertara de la presencia de la misiva. Sí, Segrè recibía cartas radiactivas.
Una de las cartas junto a la que Lawrence envió a Segrè trozos de molibdeno radiactivo. |
Parecía ya muy lejano cuando, allá por 1934, acudió a la tienda del signore Tricolli, que se vanagloriaba tanto de sus conocimientos de latín como del más amplio inventario de elementos químicos, para pedirle una muestra de masurio. Tricolli le respondió: "Nunquam vidi" (Nunca lo he visto).
De los elementos que aún quedaban por descubrir, el número 43 parecía el más huidizo. Fue acumulando tantos nombres como fracasos en su descubrimiento, pues fue denominado como davio, ilmenio, lucio, moseleyo y, finalmente, masurio, todos ellos en las ocasiones en que, erróneamente, se pensaba haber dado con él. Y seguía sin aparecer.
A más de 10.000 kilómetros de la Universidad de Palermo, donde Segrè investigaba, Ernest O. Lawrence, un químico nuclear con espíritu de ingeniero, había inventado una máquina portentosa, y sólo pensaba en construir otra y otra más, a cuál más grande. Lawrence se había dicho a sí mismo: "Si la naturaleza me da los proyectiles, yo diseñaré el cañón". El ciclotrón, como bautizó al artefacto, era capaz de acelerar partículas como los protones para hacerlas colisionar contra muestras de diversos elementos. Como la honda de David, acumulando energía cuantas más vueltas daba, lanzaría piedras contra impenetrables Goliats.
Segrè se maravilló ante las cualidades del ciclotrón que, según decía, era una especie de gallina que pone huevos de oro, dada su capacidad para la producción de isótopos y, quién sabe, de elementos nunca observados como afirmaba el señor Tricolli.
Quiso la suerte que durante labores de mantenimiento del ciclotrón, Segrè pidiera a Lawrence que le enviara por carta pequeñas tiras de molibdeno, el material refractario del interior de la máquina que iba a desechar al haberse vuelto demasiado radiactivo por el constante bombardeo de partículas. Quiso también la suerte que la actividad radiactiva presente en las tiras no decayera en exceso tras el viaje de seis semanas de duración desde California hasta Palermo.
Segrè estaba convencido de que la radiactividad de esos trozos de molibdeno era la impresión que delataba al elemento 43, pero había que comprobarlo. De ser así, sus cualidades químicas debían ser similares a las del renio. Pidió ayuda al mineralogista Carlo Perrier para caracterizar el elemento bajo sospecha, y no hubo ninguna duda: habían detectado un isótopo del elemento 43 con una masa atómica de 97.
Por si fueran pocos los nombres que ya se le habían otorgado, la Universidad de Palermo quiso denominarlo panormio, por el nombre latinizado de la capital siciliana, pero Segrè y Perrier optaron por otro más sencillo y significativo: el primer elemento sintetizado por el ser humano debía llamarse tecnecio (del griego tekhnetos, artificial).
A causa del periodo en el cual el tecnecio se desintegra, sólo existen trazas de manera natural en la Tierra. Podría pensarse que su presencia en la estrellas sería también igual de rara. Sin embargo, en la gigante roja R Geminorum, en la constelación de Géminis, se detectó en 1952 una considerable abundancia de este exótico átomo. El elemento 43 no podía llevar ahí demasiado tiempo, pues habría desaparecido. Esto sólo podía significar una cosa: las estrellas parten de los elementos más ligeros para producir elementos más pesados, el proceso que los científicos llaman nucleosíntesis. Fue el tecnecio el que ayudó a confirmar la idea que expresa una de las más bellas citas de Carl Sagan: estamos hechos de polvo de estrellas.
Constelación de Géminis, donde se localiza la estrella de tecnecio R Geminorum. |
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