Blanco de escritura

Leer un texto escrito durante la Antigüedad clásica era, en varios sentidos, como leer una partitura. Solo los iniciados podían abordarlo y antes de poder captar todo su significado, era necesario recitarlo en voz alta para diferenciar las ideas que contenía.

En la escritura continua, las palabras se concebían como entidades sonoras dentro de un escrito. Por ello, y durante mucho tiempo, la lectura se hacía en voz alta. Sólo entonces el lector y quienes lo escuchaban comenzaban a entender.

 Fragmento de texto en escritura continua, sin separación entre palabras ni entre frases.



Con palabras y frases escritas sin separación, el texto se mostraba como un grupo compacto de letras, y la única manera de comprender las ideas que ahí se encontraban era haciéndolas sonar. Esto lo podían hacer muy pocos. Eran los músicos de la palabra.

Lo cierto es que este modo de escribir no se consideraba un problema. Nadie pretendía entender un texto desde la primera lectura, y aunque monjes irlandeses ya abordaron esta cuestión desde el siglo VII, no fue hasta comienzos del siglo XI cuando se consolidó la solución; cuando la página escrita se convirtió verdaderamente en texto.

La invención del cero lingüístico, el equivalente al silencio en un pentagrama, permitió introducir por primera vez el blanco de escritura: el espacio vacío que separa unidades lingüísticas y que las dota de sentido desde la primera lectura. Paradójicamente el espacio vacío, lo no escrito, es lo que transforma el modo en que nos acercamos a la lectura desde que comenzó a ser un acto individual y privado. Un acto que, desde entonces, podemos realizar en silencio.


Barra espaciadora en un teclado de ordenador.

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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVclaves.


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