La clepsidra de Arquímedes

 -¡Eureka!- Gritó entusiasmado. Y salió de la bañera a trompicones, resbalándose con todo.

Ciertamente había dado con la solución pero, de momento, estaba solo en su mente. Había que conseguir materializarla para ofrecerle un resultado satisfactorio al desconfiado soberano. Aún descalzo, empapado y como Dios lo trajo al mundo, se abalanzó hacia un armario donde recordaba haber guardado una clepsidra. Abrió de golpe las puertas de la alacena y allí estaba. Un cuenco de barro de estrecha base y amplia boca con un diminuto orificio cerca del borde. Aunque Arquímedes no le había dado uso hasta el momento, se empleaba para medir el tiempo mediante un flujo constante de agua. Eran los relojes nocturnos ya que durante el día, siempre que estuviese despejado, se podía contar con los relojes de sol.

Clepsidra de barro del siglo V a. C.
Museo del Ágora de Atenas.
Fotografía de Marsyas (Wikipedia)

Ya solo le faltaba un patrón de referencia. Haciendo gala de su habilidad, fue desengarzando una a una las monedas de oro macizo que remataban un pesado collar heredado de su madre. Ella sabría perdonar que desbaratara la preciada joya familiar; las circunstancias eran casi desesperadas.

Pertrechado con la clepsidra y las monedas de oro, Arquímedes acudió a la cita con el rey el día convenido. Para la prueba pidió que le trajeran una balanza con la que comprobar cuántas monedas eran capaces de igualar el peso de la corona. Tras la pesada, depositó esas monedas en el fondo de la clepsidra y la llenó de agua hasta que la superficie del líquido alcanzase el orificio del borde. El monarca, con evidente curiosidad, no se perdía detalle del experimento.

A continuación tapó el hueco con el dedo para que no se escapase el agua a la vez que extraía del fondo las monedas de oro. Mientras esperaba a que el agua de la clepsidra dejara de agitarse, explicó al rey lo que podía suceder. Si la corona es de oro no debería escaparse ni una gota de la clepsidra al sumergirla, pero si el oro estuviese aleado con otros metales como la plata o el cobre, el agua se desbordará por el agujero.

Arquímedes pidió que un sirviente tapara con un dedo el orificio de la clepsidra mientras él sumergía lentamente la corona, tras lo cual hubo que esperar unos tensos segundos hasta que la superficie del agua quedase de nuevo en reposo. Ninguno de los presentes perdía de vista la clepsidra a medida que las pequeñas ondulaciones se atenuaban poco a poco. A una señal de Arquímedes el sirviente retiró el dedo del orificio y un hilillo de líquido se deslizó por la pared de la clepsidra. El sudor también se deslizó por la frente del sabio a quien no le gustaría estar en el pellejo del orfebre que elaboró la corona.

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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVprincipio.

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