La ilustradora de Chelsea

Elizabeth Blackwell recibe plantas y flores frescas cada día. No se trata de obsequios de algún pretendiente adinerado sino de una labor con la que escapar de una situación triste y desesperada. Acaba de perder a William, su pequeño, aquejado repentinamente de unas fiebres. Además, su esposo Alexander está en prisión por no hacer frente a las deudas de su negocio de impresión y la venta de sus joyas no es suficiente para saldarlas.

Se ha mudado recientemente al número 4 de Swan Walk, justo enfrente del Jardín Medicinal de Chelsea en Londres por recomendación de su conservador, Isaac Rand. Sin embargo, su traslado de residencia no buscaba vistas bucólicas desde su ventana para confortar su espíritu, ni pretendía estar cerca de los remedios que pudiesen aliviar su estado de ánimo. Elizabeth ha aceptado el reto de ayudar a galenos y boticarios a conocer mejor las plantas originarias de ultramar con utilidad médica. 

Ha terminado una remesa de acuarelas de las muestras que le llegan del Jardín gracias a la generosidad y asesoramiento de su conservador. Ahora debe llevarlas a la prisión para que Alexander recupere sus oxidados conocimientos como médico y se encargue de escribir las descripciones de las plantas. Mientras tanto, Elizabeth grabará en planchas de cobre los dibujos preliminares para enviarlas a la imprenta. 

En manos de Elizabeth, el buril es un minúsculo arado que va dibujando sobre el metal, cuidadosamente bruñido, una red de precisos surcos. Como los canales que transportan el agua destinada a una tierra fértil, los surcos recibirán la tinta que irrigará la silueta de la imagen y la hará realidad sobre el papel. Pero el trabajo no termina aquí. Elizabeth recibirá las copias impresas para colorear a mano los detalles de cada espécimen. Magenta para pétalos, amarillo de Nápoles para estambres, verde vejiga en tallos y pedúnculos... 

En total, 500 láminas pasaron por este arduo y largo proceso, tan largo como el título con el que Elizabeth bautizó tan colosal obra cuando publicó el primer volumen en 1737: 

Un curioso herbario que contiene quinientos cortes de las plantas más usuales que actualmente se utilizan en la práctica de la Medicina. Grabado en placas de cobre a partir de dibujos de ejemplares vivos. 

Tanto el Colegio de Médicos como la Sociedad de Boticarios celebraron contar, por fin, con un herbario ilustrado de gran calidad, a la vez que Elizabeth consiguió sufragar las deudas para la liberación de su esposo. Una vez concluyó el herbario que le ocuparía seis años en total, la vida de Elizabeth da un golpe de timón y desaparece de la historia. Se conoce muy poco de sus últimos años en los cuales abandona la ilustración científica y regresa, al parecer, a su antiguo oficio de comadrona. Aunque seguramente ayudó a venir al mundo a muchos niños y niñas, el “alumbramiento” por el que se la debe recordar comenzó a gestarse el día en que recibió por primera vez un envío de coloridas y exóticas flores.


Aloe



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