Alergias a la deriva


Alfred llegó a su despacho de la universidad de Marburgo dispuesto a aprovechar las horas libres que tenía hasta su primera clase. Un paseo bajo el tibio pero resplandeciente sol del invierno le había puesto de buen humor.

Como cada mañana, se acercó a la pecera y saludó a Pascal, nombrado así como un pequeño homenaje al gran estudioso de la presión atmosférica. Era el único animal que le permitía tener su compañero de despacho, un inflexible profesor de meteorología y un asmático incurable. 

Cogió un pellizco de esos copos de colores que olían a conserva de pescado y los espolvoreó sobre el agua. Se quedó obnubilado viendo esos trozos flotar a la deriva, cuartearse y deshacerse en pedazos más pequeños, deambulando lentamente de forma errática por la superficie del agua hasta que desaparecían engullidos por la naranja boca de Pascal. La forma de uno de esos copos le recordó a Groenlandia, destino de su próxima expedición, y fantaseó con aquella isla flotando en el Ártico. En su imaginación, a Groenlandía le siguió Norteamérica y a esta, América del Sur que nadó por el Atlántico hasta colisionar estrepitósamente con África en una cópula terráquea. 

Y en ese clímax, en la mente de Alfred Wegener se esbozó de una elegante teoría geológica. Qué hubiese sido de la teoría de la deriva continental si su compañero no hubiese sido alérgico a los gatos.


Saray Alonso Tamayo
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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVTierra.

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