Una noche en la ópera

—¡Por amor de Dios, hasta la pajarita se me tuerce hoy a la derecha!

Mientras se prepara para una velada en la ópera con su esposa, Juan de la Cierva trata de serenarse. Los últimos titulares en la prensa han sido particularmente mordaces con los decepcionantes resultados de las pruebas. Los tres prototipos de su innovadora aeronave, el C1, el C2 y el C3, han acabado adoleciendo del mismo defecto y ha sido incapaz de corregirlo. Luisa aparece por la puerta y se dirige hacia su esposo para enderezarle esa pajarita torcida, lo toma del brazo y ambos salen hacia la calle.

Durante el trayecto en taxi hacia el Teatro Infanta Isabel, Juan rememora el último intento de vuelo. A los mandos el teniente Alejandro Gómez Spencer, que se había convertido en su piloto de pruebas, empuja la palanca de potencia del motor Le Rhône que impulsa el aparato con sus 110 caballos; a medida que adquiere velocidad, las palas del rotor entran en autorrotación con el viento de la marcha. El C2 da un salto de unos dos metros y se posa de nuevo en tierra; Gómez Spencer tira de la palanca de mando hacia atrás y el C2 despega una vez más para, irremediablemente y como siempre, inclinarse a la derecha y caer estrepitosamente al suelo. Suerte que el teniente tiene el pellejo duro.

Ensimismado en sus pensamientos, no ha sido consciente de que Luisa y él han salido del taxi y han accedido al patio de butacas mientras un amable acomodador los guiaba hacia sus localidades. Minutos después, el teatro quedaba en silencio y la orquesta arrancaba los primeros compases de la obertura de una de las óperas más célebres de Giuseppe Verdi.

Como en la ópera, donde Radamés sueña con el amor de Aída, la princesa etíope capturada como esclava, Juan de la Cierva sueña con una aeronave más segura que los aeroplanos de alas fijas, en los cuales la sustentación corría serio peligro si fallaba el motor o si perdía velocidad. Su aeronave debía tener, por tanto, alas giratorias en forma de palas de un rotor que, en lugar de ser accionadas por el motor, se moviesen libremente por el propio viento de la marcha, característica que le había brindado el acertado nombre de autogiro. Y lo cierto es que los aeromodelos a escala que había construido a base de tela y alambre funcionaban a la perfección. Daba gloria verlos elevarse, sostenidos por la más ligera brisa que hacía girar su rotor a modo de molinete. Algo se le estaba escapando.


Fuente: www.aviacioncivil.com.ve


Abstraído en sus deducciones, era completamente ajeno a lo que se desarrollaba en el escenario del teatro. La ópera se encontraba ya en la segunda escena del primer acto cuando se inicia la danza de las sacerdotisas.



Quizá fue el grupo de mujeres que interpretaban la coreografía, o quizá la melodía de flauta que comenzó a sonar, pero Juan volvió a prestar atención a lo que sucedía frente a él. Y entonces, como si lo hubiese impulsado un resorte, se puso en pie repentinamente exclamando un "¡Eso es!". Luisa, entre el susto y la vergüenza por las quejas del resto de espectadores, le agarró del brazo y le rogó que se sentase mientras le clavaba la mirada. El vuelo de los vaporosos vestidos de las sacerdotisas había hecho recordar a Juan el grácil comportamiento del modelo de tela y alambre, y se dio cuenta de que la clave debía estar en la flexibilidad.

Las palas del rotor tienen características aerodinámicas diferentes a medida que giran. La pala que avanza en el sentido de la marcha recibe el aire a mayor velocidad que la pala que retrocede, por lo que la primera genera mayor sustentación que la segunda. Esta mayor sustentación provoca que la pala que avanza tienda a elevarse más que la que retrocede, provocando el desequilibrio y el vuelco que habían sufrido todos los autogiros hasta la fecha. En el modelo de tela y alambre no sucedía porque la flexibilidad de las palas permitía que pudiesen subir o bajar sin provocar ese desequilibrio. El siguiente prototipo, el C4, incorporaría una articulación para que el movimiento ascendente y descendente de las palas no se transmitiera a la aeronave y evitara el vuelco.


La imagen de las sacerdotisas, haciendo volar sus vestidos mientras giraban, inspiró en Juan de la Cierva una solución en aquella velada de ópera del 2 de enero de 1922, hace justamente 100 años. La articulación de batimiento encuentra hoy aplicación en todas las aeronaves de alas giratorias, incluido el helicóptero, para asegurar una sustentación sin asimetrías. En el siguiente vídeo se puede apreciar que, mientras la punta de la pala dibuja en su giro la línea del horizonte mientras el autogiro está detenido (minuto 0:08 a 0:30), se eleva y desciende alternativamente según avanza o retrocede en el sentido de la marcha (minuto 0:40 a 0:45 y también minuto 1:23 a 1:27).




Un año después de esa noche en la ópera, el 17 de enero de 1923, el C4 realizó el primer vuelo de un autogiro con pleno éxito sobre una distancia de 183 metros. Por supuesto, el intrépido Gómez Spencer, una vez más, estaba a los mandos. Tres días después, el 20 de enero, en otro de los vuelos de prueba, al teniente le falló el motor en pleno vuelo. En un aeroplano de alas fijas esto hubiese significado, con bastante probabilidad, un accidente de graves consecuencias. Pero el avezado piloto, haciendo gala de la principal característica del autogiro (mantener la sustentación a baja velocidad) dirigió el aparato hacia la pista y aterrizó suavemente sin ningún percance. A partir del minuto 1:35, el vídeo anterior recoge esta maniobra como simulacro de fallo de motor.
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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVimágenes.

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