La revolución de los juncos

La serie Cosmos: un viaje personal y el libro El infinito en un junco son obras separadas exactamente 39 años. A pesar de esta distancia en el tiempo, ambas han consagrado a sus autores, la una desde la ciencia y la otra desde las humanidades; cada una ha explorado su cosmos potencialmente infinito: el universo del espacio exterior y el universo del libro, y ambas arrancan en el mismo lugar, un enclave mítico y desaparecido hace muchos siglos: la Biblioteca de Alejandría.



Para Carl Sagan, esta biblioteca fue el primer centro de investigación de la historia donde se reunieron algunos de los más ilustres nombres del saber antiguo: Eratóstenes, Hiparco, Euclides, Hypatia o Arquímedes. Para Irene Vallejo era la biblioteca absoluta, el palacio utópico que aspiraba a acumular todas las obras, de todos los autores, de todos los rincones del mundo. Según palabras de la propia escritora, en Alejandría los libros eran combustible para las pasiones.

Sin embargo, esta pasión por la erudición presentaba dos problemas que hacían frágil el conocimiento que atesoraba. Por un lado, los rollos de papiro donde se copiaban los libros eran un soporte delicado; los insectos, la humedad y el propio uso los consumían; por otro lado, la biblioteca mantenía su sabiduría confinada en sus anaqueles, solo disponible para unos pocos privilegiados. La amplia población de Alejandría no tenía la más remota idea de los asombrosos hallazgos que aquí se realizaban porque la ciencia no se popularizaba más allá de sus paredes de mármol. Esta visión del conocimiento como tesoro que mantener a buen recaudo también se extendió a la segunda mayor biblioteca de la Antigüedad: la Biblioteca de Pérgamo. Pero en este caso, su valor residía tanto en el contenido como en el continente.

El rey de Egipto no iba a consentir que otra biblioteca le hiciese sombra a la de Alejandría, así que suspendió la exportación de papiro. En Pérgamo no tardaron en reaccionar ante el embargo rescatando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, la cual perfeccionaron hasta obtener unas láminas suaves —pergaminos como se nombraron en honor a la ciudad— en las que, a diferencia del papiro, se podía escribir por ambas caras y, lo más importante, eran resistentes y duraderas.

Resuelto el primero de los problemas, hubo que esperar al siglo II a. C., hasta el declive de ambas bibliotecas rivales, para liberar al conocimiento de su encierro. En esta época, cada vez era más frecuente que eruditos griegos se instalaran en Roma. La avidez por la cultura se generalizaba cada vez más; los romanos acomodados comenzaron a valorar la literatura, las artes y la filosofía griegas, y era sencillo encontrar a maestros deseosos de exponer todo este saber. El nivel del discurso, así como la lengua en que se expresaba, difería según las pretensiones. El estudioso romano que quisiera continuar hasta el más alto nivel lo habría de hacer en griego. El latín se empleaba cuando era necesario transmitir la cultura griega a un auditorio más amplio que requería una versión más ligera y popular, centrándose en las ideas esenciales: se establecían las bases de la divulgación científica.

La liberalización del conocimiento que se dio en el mundo latino tiene un nombre propio que destaca entre los demás. Plutarco cuenta que los manuscritos de Aristóteles permanecieron custodiados unos cien años entre los fondos de la Biblioteca de Pérgamo, sin que se editasen ni publicasen. Fue el empeño de Cicerón quien permitió que viesen la luz no solo para los estudiosos y eruditos, sino para todas las personas que quisiesen leerlos.

Hoy, el acceso y los soportes del conocimiento han evolucionado. Páginas web, blogs o redes sociales son “papiros virtuales” que desenrollan su contenido mientras los deslizamos con nuestros dedos o con la rueda del ratón. En el mundo digital, los motores de búsqueda que permiten localizar información en el océano de internet tienen su precursor en un poeta libio que era, prácticamente, una máquina de ordenar. Calímaco de Cirene fue el primer cartógrafo de la literatura al idear un sistema de clasificación para los inabarcables fondos de la Biblioteca de Alejandría. Fue pionero en el uso del orden alfabético para elaborar listas de libros y autores, e incluso rastreaba la autenticidad de las obras y las falsas atribuciones.

En 1955, una propuesta rinde un homenaje accidental a la labor precursora de Calímaco. Cuando en Francia iban a comenzar la producción de la IBM 650, no les convencía adoptar para ella el nombre anglosajón de computer, que hacía referencia solamente a tareas de cálculo. Tras varios días barajando términos que no encajaban, a François Girard se le ocurrió consultar a su antiguo maestro, Jacques Perret, profesor de lenguas clásicas en la Sorbona. El 16 de abril, en una carta dirigida al presidente de IBM Francia, proponía la denominación de ordinateur porque destacaba la labor de ordenación de datos. A Perret le pareció especialmente adecuado porque aparecía en Le Littré, el diccionario de la lengua francesa, en forma de adjetivo para designar a Dios como el que trae orden al mundo.

En España también cuajó el término ordenador, la máquina poseída del espíritu de Calímaco que prosigue su labor de ordenación a través de miriadas de bibliotecas, mientras recorre incansablemente pasillos de silicio.

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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVrevolución.

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