Revisitando "El mago de Oz" (I)

El tornado se acercaba cada vez más y Dorothy aún estaba fuera. Seguía buscando a Totó, un Cairn terrier. Había escudriñado cada rincón de la granja y ni rastro de su inseparable mascota. Pero con todo el dolor de su corazón, debía abandonar la búsqueda y ponerse a resguardo.

El intenso vendaval le dificultaba caminar. Se sujeta a una valla casi igual de tambaleante que ella y mira hacia atrás. Le ha parecido oír algo. Al final del camino, alejándose de la lluvia de restos que lanza el torbellino, divisa a Totó a todo galope hacia ella y le abre los brazos. 

—¿Otra vez peleándote con el gato de la señora Gulch? ¡Me tenías muy preocupada! —le reprocha a su tembloroso perrito.

Fotograma de la película "El mago de Oz. MGM. 1939.

Se apresura para llegar al refugio subterráneo donde ya se encontrarán, también muy preocupados por ella, su tía Em y su tío Henry. Aporrea la puerta del refugio pero el ruido del tornado es ya tan ensordecedor que sus tíos no la oyen. Solo le queda una opción: refugiarse en la casa.

Todo vibra y cruje bajo la presión del violento vórtice. Piensa que lo mejor es meterse bajo la cama, pero antes de que pueda hacerlo una ráfaga arranca el marco de la ventana y la golpea. Dorothy cae inconsciente. No puede sospecharlo, pero su verdadera aventura comienza en este instante.

Oficialmente, solo dos turistas accidentales han visitado el país de Oz. Dorothy, después de que el tornado arrancara su casa de cuajo y la depositase aquí desde su Kansas natal, y el propio mago de Oz que, en realidad, era un feriante de Omaha arrastrado a la deriva en su globo.

No obstante, hay al menos otros tres tipos que han visitado el país, gracias a los cuales conocemos de primera mano las inclemencias del tiempo de este extravagante lugar. Un matemático, un informático y un profesor de IBM describen la meteorología de Oz de esta manera en su libro Introduction to finite mathematics (Prentice-Hall. New Jersey. 1966, p. 280):


A la tierra de Oz la bendicen muchas virtudes, pero no un tiempo clemente. Sus habitantes nunca tienen dos días buenos consecutivos. Si tienen un día bueno, es igual de probable que venga lluvia o nieve a la siguiente jornada. Si tienen lluvia (o nieve), hay la misma probabilidad de tener lo mismo al día siguiente. Pero si al día siguiente hay un cambio de tiempo, solo la mitad de las veces tendrán un día bueno.


Quizá fue pura suerte que Dorothy y el mago aterrizaran en Oz, pero no sucede lo mismo con su meteorología, gobernada por un proceso que mezcla orden y azar llamado cadena de Markov. Un sistema que tenga cierta probabilidad de pasar a otro estado, y que esta probabilidad dependa del estado anterior, es una cadena de Markov. El tiempo en la tierra de Oz, por tanto, no está determinado, pues saber el tiempo que hizo el día anterior no asegura conocer el del día siguiente, pero tampoco es completamente aleatorio pues las condiciones meteorológicas tienen distinta probabilidad según lo ocurrido el día precedente. Los modelos para la evolución de una epidemia, los algoritmos de los motores de búsqueda en Internet y, por supuesto, los modelos de previsión meteorológica están basados en cadenas de Markov.


Una máquina del tiempo

Poco imaginaba el público estadounidense que una semana después del estreno en los cines de El mago de Oz daría comienzo la Segunda Guerra Mundial. Fue precisamente durante el conflicto que Edward Lorenz, un matemático de Harvard, se formó como pronosticador meteorológico del ejército. Finalizada la guerra, se centró en simulaciones por computadora para mejorar los modelos de previsión del tiempo.

Utilizaba una Royal McBee LGP-30, una de las primeras computadoras de escritorio a pesar de sus 360 kg de peso. Era una máquina endiabladamente complicada de poner en marcha y la introducción de una secuencia de datos era lenta y trabajosa.

Computadora LGP-30 fabricada por Librascope en 1956.
Imagen: Martin Wolf / Golem.de


Un día, Lorenz quiso repetir un cálculo pero para ahorrar tiempo, introdujo los datos con tres decimales en lugar de los seis que había empleado la primera vez. —Apenas influirá en los resultados —pensó. Y el patinazo fue monumental. Las similitudes con las cifras que arrojaba la máquina iban desapareciendo hasta que, al final del proceso, las diferencias eran enormes. La conclusión de Lorenz fue casi una resignación:


La persona de a pie, al ver que podemos predecir las mareas hasta con meses de antelación, se pregunta por qué no logramos hacer lo mismo con la atmósfera. Solo es un sistema de fluido diferente con leyes de una complejidad semejante. Pero he comprendido que hay sistemas físicos de comportamiento no periódico que [por naturaleza] son impredecibles.


Lorenz entendió que no era cuestión de precisión o de tecnología. No es posible un pronóstico meteorológico preciso más allá de unos pocos días porque la atmósfera es un sistema extraordinariamente sensible a las condiciones de partida. Es un sistema caótico.

Al igual que Dorothy cuando canta “Over the rainbow”, entre la ansiedad y la esperanza, la ciencia también anhelaba encontrar ese lugar “más allá del arcoíris”, más allá de las leyes clásicas que propuso quien dispersó sus colores con un prisma. Ya no bastaban las leyes deterministas de Newton. Para estudiar sistemas complejos, el camino de baldosas amarillas ha de bifurcarse una y otra vez hasta encontrar la armonía entre el azar y la necesidad, e Ilya Prigogine aceptó este desafío.


¿Por qué esperar?

Químico de formación, tras concluir una conferencia que impartió en 1946 sobre la termodinámica de los procesos irreversibles, uno de los mayores expertos de la materia le comentó:

—Me asombra, joven, que tenga tanto interés en la física del no-equilibrio. Los procesos irreversibles son transitorios. ¿Por qué no esperar y estudiar el equilibrio como todo el mundo?

Prigogine le respondió:

—¡Pero nosotros mismos somos seres transitorios! ¿No es natural interesarse por esta condición en común con los seres vivos?

No entendía por qué debía esperar a que se produjera el equilibrio. Esta disciplina ni siquiera merecería el nombre de termodinámica, sino que debería llamarse “termoestática”, la ciencia de los procesos de transferencia de calor que espera a que se detengan para estudiarlos. Al impulsar el estudio de los procesos irreversibles, Prigogine plasma una idea del filósofo Henri Bergson que hablaba del tiempo cronológico como “brote efectivo de novedad imprevisible”. La irreversibilidad de los procesos naturales, esa imposibilidad de marcha atrás, es la que posibilita que existan coherencias en el cosmos. Que exista química y que exista vida. El Big Bang, como inicio mismo del universo, constituye el proceso irreversible por excelencia que, sin posibilidad de retroceder, solo pudo avanzar desarrollando todo su potencial creativo en espacio, tiempo, materia y energía.

Bajo esta premisa, Prigogine acuñó el término estructura disipativa para aquellos sistemas que consiguen el orden a través de fluctuaciones. Como en un reloj de arena, los granos se van acumulando haciendo crecer un pequeño montículo hasta que, sin previo aviso, alcanza un punto crítico y se derrumba. El montículo, con un aporte constante de arena, está siempre a caballo entre su forma límite y la avalancha.


(continúa en la parte II)


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