Revisitando "El mago de Oz" (y II)

(viene de la parte I)


Cuando un poco de caos es saludable

Mientras se dirigían a Ciudad Esmeralda, el espantapájaros y el hombre de hojalata no eran conscientes de que, desde el punto de vista físico, ambos ansiaban lo mismo: una estructura disipativa. El primero, que le pediría al mago de Oz un cerebro, colocaría en su cabeza de paja un sistema que se mueve continuamente entre períodos de calma y de inestabilidad que aseguran su capacidad para gestionar información y resolver dilemas. Cuando una neurona se dispara, puede provocar que sus vecinas se disparen provocando una avalancha de actividad que, sin embargo, no conduce al desorden. Como en el montículo, donde cada grano de arena mueve a otro grano de arena, cada neurona activa, en promedio, a otra neurona. Así, las avalanchas son parciales, nunca lo derrumban todo. Pero es que, además, hay grupos de neuronas que se sincronizan para dispararse a una frecuencia diferente al de otros grupos, como lo harían diferentes emisoras de radio para no interferirse entre ellas. Es el compromiso perfecto. Las avalanchas de actividad permiten que la información llegue fácilmente a otras partes del cerebro y que se reorganicen los pequeños grupos de neuronas. Un caos organizado que dota al cerebro de una gran capacidad de adaptación a nuevas situaciones y de consolidación de la memoria.

Por otro lado, el hombre de hojalata que deseaba alojar un corazón en su galvanizado pecho, hubiese sentido vértigo de saber que su funcionamiento depende de torbellinos como aquel que arrancó a Dorothy de su hogar. El movimiento turbulento de la sangre en el corazón también se encuentra en la frontera entre el orden y el caos. Un funcionamiento normal forma un vórtice en el ventrículo izquierdo que aprovecha el impulso del fluido para dirigirlo hacia la aorta. Es la manera de impeler la mayor cantidad de sangre con el mínimo gasto energético. Pero cuando aparece una disfunción cardíaca, los vórtices se alteran, se forman remolinos que solo agitan la sangre sin transmitirle impulso y que, además, martillean las paredes cardíacas provocando cambios en su anatomía que empeoran progresivamente su función.

—Y ahora recordad —diría la Bruja buena del Norte si hubiese leído a Prigogine—, conservad saludables vuestros órganos. Tenéis una responsabilidad termodinámica con ellos. Un poco de caos mantendrá su estabilidad; una pequeña alteración, por insignificante que parezca, podría amplificarse y ser vuestra perdición.


Pedirle un clima nuevo al mago de Oz

Fenómenos extremos como los tornados se vuelven cada vez más frecuentes, pero ya no llevan a turistas accidentales hacia Oz. Sus ciudadanos saben que nuestro clima se encuentra al borde del abismo y que carecemos del valor, como el león cobarde, para que recupere su estabilidad como sistema caótico. En la tierra de Oz se sienten orgullosos de su estabilidad climática y no están dispuestos a ponerla en peligro. Su clima interviene, incluso, en el equilibrio entre las brujas buenas y las brujas malas que pueblan el lugar, algo que la propia Dorothy pudo experimentar.

Hacía un día espléndido cuando divisaron por primera vez Ciudad Esmeralda. Estaban tan entusiasmados que acortaron camino a través de un campo de amapolas y la malvada Bruja del Oeste no desaprovechó la ocasión. Ansiosa por arrebatarle a Dorothy los zapatos de rubíes, liberó los vapores de las adormideras y la chiquilla cayó en un profundo sueño. Mientras sus amigos, desesperados, trataban de despertarla, la cadena de Markov (o la Bruja del Norte en la versión cinematográfica) provocó un brusco cambio de tiempo. Se puso a nevar y la temperatura descendió rápidamente, con lo que las amapolas dejaron de exhalar el volátil narcótico. Segundos después, Dorothy salía de su letargo para regocijo de sus compañeros de aventura y pudieron continuar su camino.

Nuestro clima, sin embargo, parece destinado a una tragedia anunciada por una larga y antigua lista de advertencias. Los experimentos de Eunice Newton Foote en 1856 fueron los primeros que confirmaron que el CO2 era un gas causante de efecto invernadero.

Artículo de Eunice Newton publicado en The American Journal of Science and Arts,
noviembre 1856, p. 382-383.


Asombra lo premonitorio de la conclusión de Eunice Newton en su artículo:


Una atmósfera de ese gas produciría en nuestra Tierra una temperatura elevada; y si, como algunos suponen, en un período de su historia, el aire se mezclase con él en una proporción mayor que hoy en día, resultaría en un aumento de la temperatura global.


Hasta este momento y durante los últimos siglos, el nivel de CO2 en el aire se había mantenido estable en torno a las 280 ppm (partes por millón). En adelante, se sucederían los avisos a medida que su concentración aumentaba inexorablemente.


288 ppm

El primer toque de atención llegó a bordo de la expedición Challenger que recorrió los principales océanos del mundo durante 41 meses. Su misión incluía comprender los mecanismos de circulación de las corrientes oceánicas, tomar datos de temperatura, salinidad y densidad del agua, y realizar el primer sondeo de la fosa de las Marianas. Acabó su periplo con una conclusión inquietante: el efecto del calentamiento global ya era detectable desde 1873.


297 ppm

En octubre de 1902 el rotativo The Selma Morning Times se hizo eco de una hipótesis del químico Svante Arrhenius. Sostenía que la especie humana se extinguiría debido al calentamiento global provocado por el CO2 de la combustión del carbón. Aunque la nota de prensa resultaba alarmante, con la imagen de un planeta Tierra alcanzando el punto de ebullición, lo anunciaba tras varios ciclos de 10.000 años. Un futuro demasiado lejano para generar preocupación.



302 ppm

En 1912 la advertencia se parecía mucho más a los avisos actuales. Exactamente cuatro meses después del naufragio del Titanic, el periódico neozelandés The Rodney and Otamatea Times advierte de que “el consumo de carbón afecta al clima” y que “los efectos podrían ser considerables en pocos siglos”. El iceberg de la emergencia climática se acerca cada vez más rápido.



316 ppm

En 1957 se demostró por primera vez que parte del CO2 procedente de la utilización de combustibles fósiles se acumula en la atmósfera porque los océanos no pueden absorberlo en su totalidad.


330 ppm

En 1975 la expresión “calentamiento global”, empleada ocasionalmente hasta entonces, comienza a difundirse.


385 ppm

En 2008 las repercusiones más allá de la temperatura, como los patrones de lluvia o el aumento del nivel del mar, obligan a sustituirla por la expresión “cambio climático”.


419 ppm

El 29 de abril de 2022, 83 años después del que transportó a Dorothy al país de Oz, otro tornado hizo historia en Kansas. En la población de Andover, un vórtice de tamaño relativamente pequeño causó daños muy severos en un área residencial. La clave parece estar en su particular estructura. Dentro de la típica forma de cono invertido surge otro vórtice con movimiento helicoidal, de modo que la sinergia de ambos flujos tuvo un efecto mucho mayor. En palabras de Prigogine, el tornado ha evolucionado para disipar la energía acumulada de un modo más eficaz. Una estructura disipativa había encontrado, de manera inesperada, un nuevo estado de estabilidad alejado del equilibrio.

Fotografía del tornado de Andover (Kansas) del 29 de abril de 2022
tomada mediante un dron. Imagen: Reed Timmer.


Que el cambio climático tiene una clara huella antropogénica es casi la única certeza. Cómo evolucionará y a qué velocidad lo hará se vuelve cada vez más imprevisible. Cada acción para potenciarlo o mitigarlo puede ser decisiva. La sensibilidad a los cambios y la amplificación de los efectos, característicos de un sistema caótico, pueden inclinar la balanza drásticamente.

“No hay como volver al hogar”, dice Dorothy tras su involuntario viaje. Un retorno que no será fácil si hemos de rehabilitarnos como adictos a quemar carbono y combatir la avaricia de calor de todo un planeta.

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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVsostenible.

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