Viraje

Huevos podridos. Esa es la hostil fragancia que da la bienvenida a quienes se internan en mi laboratorio. Resulta increíble que la sustitución del oxígeno por azufre en la molécula de agua produzca un compuesto, el ácido sulfhídrico, que parece llegado del inframundo. La centrífuga satura el ambiente con la vibración de sus 6000 rpm mientras el rotavapor, con su baño a 40 grados centígrados exactos, acuna el matraz esférico en su giro para desprender los vapores de hexano que se entrelazan con el serpentín de vidrio, cayendo condensados a sus pies. Estoy tentado de apagar la campana de extracción para que los aromáticos efluvios del hexano contrarresten la fetidez del sulfhídrico.

La larga mesa está sembrada de matraces aforados, coronados por tapones de diversos colores, en perfecta formación. Un ejército transparente dispuesto para la batalla química, en posición de firmes sobre un áspero tapiz de papel de filtro. Presidiendo este batallón, como si de un estandarte se tratara, una estilizada bureta cuelga de un soporte de hierro. Está rellena de ácido sulfúrico, un fluido transparente y denso. Aún recuerdo cuando, la primera vez que lo manipulé, una traicionera gota del embudo cayó sobre el dorso de mi mano. La sensación fría del untuoso líquido cambió inmediatamente a la quemazón propia de su carácter corrosivo.

La bureta, como lo haría una clepsidra, regula el paso del ácido, gota a gota, segundo a segundo, a un matraz Erlenmeyer con una solución de color magenta. La centrifugadora se ha detenido y el silencio se ha adueñado del laboratorio. Estrangulo la llave de la bureta y el goteo se enlentece. Agito el matraz agudizando la vista. Al borde del abismo, cuando caiga la última gota y el matraz se torne incoloro, ya será demasiado tarde.

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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el hashtag #PVdiciembre22.

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